Saturday, May 31, 2014

Voces marginadas y el destierro en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño

Mariana Romo-Carmona, 2013.
Originally published in Academia.edu and http://elblogdecitycollege.wordpress.com

            El destierro es una imagen poderosa en la literatura chilena. Sin duda el dolor que conlleva se agudiza desde el golpe que sufre el país el 11 de septiembre de 1973, y es el espíritu sombrío y helado que persigue a los exiliados por todo el mundo donde se han desparramado en los siguientes diecisiete años. Muchos vuelven. Pero Chile es un país de escasa población, y es una tierra remota y aislada a la que no se llega fácilmente. Marcharse de Chile generalmente significa destierro, significa no volver. Dentro de este contexto histórico es que corresponde considerar las novelas del escritor chileno, Roberto Bolaño: en el espacio teórico de la ficción se rompe la delgada membrana que la separa de la realidad concreta que contiene, entre otras cosas, el concepto de la nación al cual pertenecen ambos personajes y lectores.
Al buscar una definición de la identidad nacional latinoamericana, se presenta una paradoja fundamental que yuxtapone a la sociedad culta, literaria, de progreso y grandes logros con una historia de gobiernos totalitarios, brutalidad y marginación de su propio pueblo. Dicha paradoja en la obra de Bolaño se ha denominado como la literatura del mal[1]; narrativas que revelan a flor de piel la confabulación de aquellos en poder con un régimen dictatorial. Este es el tema que algunos críticos han nombrado (con referencia a Faustino Sarmiento) la  barbarie que es parte de la cultura o viceversa. En Nocturno de Chile, el lenguaje que refleja la marginación revela el miedo cultural que se convierte en odio y promueve la violencia. En el soliloquio del narrador, el cura Urrutia Lacroix, se dibuja un territorio de marginalidad que incluye conciencia de lo mestizo y la homosexualidad. La obra de Bolaño escrita desde el destierro pos-dictadura vivido en España, contiene conciencia de lo subalterno representada en el lenguaje.
            Bolaño divide a Nocturno de Chile solamente en dos partes; dos párrafos, el primero larguísimo, que nos lleva desde el comienzo a la penúltima oración, y el segundo que sólo contiene la oración final. Urrutia aspira a pertenecer a la élite de la cultura literaria, y al aceptar la invitación al fundo campestre de un eminente crítico, González Lamarca, quien firma con el pseudónimo Farewell, se convierte en discípulo y observador de los grandes escritores que allí se reúnen. Las referencias literarias se cruzan con la historia del país desde la época colonial hasta el siglo XX, lo cual expone las raíces oligárquicas de la sociedad chilena. El cura Urrutia Lacroix relata una simple historia de estudio, lectura y viajes por Europa, que colindan con la dictadura y eventos específicos de tortura, pero en los que él cuidadosamente evita involucrarse. En los momentos finales de su vida, Urrutia se reconoce a sí mismo como “el joven envejecido”, una imagen que le acusa y lo sentencia en la agonía. Después de la sentencia y el reconocimiento de su culpabilidad, la oración final declara que se ha desatado el caos: “Y después se desata la tormenta de mierda”. Este caos es también paradójico porque, en realidad, nunca se ha contenido. La civilización es un mito. La barbarie del caudillismo y el fascismo ha estado siempre presente.
Desde el primer párrafo del soliloquio el conflicto central de culpabilidad queda situado en el personaje de Urrutia Lacroix mediante su propio intento de expiación cuando afirma que “[e]staba en paz conmigo mismo. Mudo y en paz. Pero de improviso surgieron las cosas. Este joven envejecido es el culpable. Yo estaba en paz”(11). El personaje-narrador se conforma de una serie de dualidades: se cree inocente y culpable a la vez, se siente como hombre viejo y joven envejecido, se ve como paloma y como ave de presa. El personaje-narrador está dentro y fuera de la historia, es el ciudadano y el estado, el autor y el lector. En el fundo de su anfitrión,  cuando Urrutia le comunica a Farewell sus aspiraciones literarias,

. . . Farewell sonrió y me puso la mano en el hombro (una mano que pesaba tanto o más que si estuviera ornada por un guante de hierro) y me dijo que la senda no era fácil. En este país de bárbaros, dijo, ese camino no es de rosas. En este país de dueños de fundo, dijo, la literatura es una rareza y carece de mérito el saber leer. (14)

En esta escena Urrutia Lacroix es el halcón que Farewell está amaestrando en “la senda” de las letras. Bolaño lo figura aquí como cetrero, pero en la página siguiente, el cura se encuentra con “los ojos de halcón de Farewell” que también es ambas cosas, cetrero y halcón. Como él, apoya a la dictadura con su silencio y es amante de la literatura.
La posición de Farewell junto al narrador, asimismo, se hace notar desde este comienzo—el narrador la especifica creando una tensión que progresa hasta que llega a ponerle la mano en la cintura. No es la orientación sexual de Farewell lo que importa al final, aunque la homofobia de Bolaño-escritor al retratarlo es evidente y no sorprendente; la homofobia como tema tabú en la sociedad chilena es parte de la culpabilidad de Urrutia Lacroix que quiere expiar con la confesión en su lecho de muerte. Bolaño usa la implícita homosexualidad de Farewell como reemplazante de la culpabilidad del ciudadano en la dictadura. En el lenguaje se detecta la identificación de marginalidad, y el terror de Urrutia Lacroix de caer en ella, caer en el delirio como argumenta Lorena Amaro Castro: “Si bien muchos narradores de Bolaño transitan por la marginalidad y narran como sumergidos en una pesadilla atroz, no todos plantean, como en escorzo, un discurso como el hecho literario. Urrutia es un crítico renombrado, pero su misma labor crítica lo deja en los márgenes de aquel centro al que aspira: ser escritor, ser un poeta” (Amaro-Castro 154-55). Urrutia, entonces, es un outsider. Se identifica con la gran literatura de las edades antiguas, se sumerge en la literatura de los griegos mientras transcurre la dictadura en Chile, se esmera en alinearse con Farewell (dueño de fundo, perteneciente a los dueños del país), participa en las tertulias literarias en el lugar preciso donde se llevan a cabo torturas--  pero al fin, no pertenece.
            El soliloquio del cura comienza a construir las bases de los sucesos con lo que parecen divagaciones –pero son en realidad observaciones de sus propios sentimientos—el desprecio que se le ha inculcado por la gente de su propio país. Cuando el cura sale por el campo a dar un paseo, se pierde entre los campesinos y sufre un pánico repentino que se puede definir como existencial, ya que Urrutia no se encuentra en peligro físico sino que teme a la disolución de su identidad. Una mujer intenta ayudarlo. “Me negué. La mujer insistió, yo lo convoyo, padrecito, dijo, y el verbo convoyar, dicho por tales labios, me provocó una hilaridad que recorrió todo mi cuerpo . . . me estremecí de risa, tuve escalofríos de risa” (33). En un análisis sociopolítico, la crítica Sonia Montecino nombra el miedo, el temor institucional que se experimenta durante la movilización del Consejo de todas las Tierras en 1991, “. . . en la rememoranza de un pánico antiguo: el miedo al ‘malón’ (la incursión guerrera de los mapuche a las ciudades)” (89). Montecino se refiere al “rostro” de los 5 millones de pobres en el país que consiste solamente de cifras (91). Es precisamente el rostro del campesino, más adelante identificado como facciones mestizas en el personaje de Odeim, que provoca la anagnórisis del personaje.
            Como ya hemos dicho, el personaje de Urrutia Lacroix quiere pertenecer  a la clase alta, quiere ser “dueño de fundo”, como Farewell, y por eso hace alarde de su descendencia europea cuando se refiere a sus apellidos. Pero, como la mayoría de la población, desconoce las ramas de su familia que no se nombran, o cuya proveniencia no se documenta, ya sea indígena o “ilegítima”. Mediante este prejuicio, Bolaño expresa la actitud burguesa y extremadamente clasista para con los campesinos, obreros, la clase media-baja y los pobres del país con una precisión devastadora. “Nombrar en Chile ‘indio’,” afirma Montecino, “es equivalente a decir atraso, pobreza, flojera, borrachera; también rostro oscuro, piernas cortas, cabello tieso. Así, la alegoría indígena es cuerpo social, cultural y biológico que expresa lo ‘otro’ de un ‘uno’ que se piensa como blanco” (Montecino 88). En Nocturno de Chile, el subtexto existe definitivamente en los intersticios del lenguaje en que Bolaño se refiere a las facciones indígenas de los campesinos: “Ojeras. Labios partidos. Pómulos brillantes. Una paciencia que me pareció como venida de otras latitudes. Una paciencia que no era chilena aunque aquellas mujeres fueran chilenas. Una paciencia que no se había gestado en nuestro país ni en América . . .” (31-32). Más adelante, el narrador define sus impresiones, las cuaja y las aparta de sí mismo:  “Lo único que queda de él en mi memoria, sin embargo, es el recuerdo de su fealdad. Era feo y tenía el cuello extremadamente corto. En realidad, todos eran feos. Las campesinas eran feas y sus palabras incoherentes” (33).
            Las referencias raciales que Bolaño utiliza son breves y parecen no pertenecer en el contexto de la novela. El lenguaje figurativo opera en un nivel subconsciente. “Ojeras” se puede referir al cansancio de los campesinos como a las ojeras de cuero de los caballos, comparando a la gente con los animales que deben ser controlados. Los “labios partidos” indican la sed que sufren y el desfiguramiento de la piel por el sol, extendiendo la imagen. “Pómulos brillantes” lleva la imagen a significar claramente el rasgo racial indígena chileno que a menudo se compara con las facciones asiáticas. También la cualidad de la “paciencia” que Bolaño equilibra es una paradoja: “Una paciencia que no era chilena aunque aquellas mujeres fueran chilenas” (op. cit. 32). El narrador-observador busca distanciarse diciendo que aquella paciencia que la gente como él mismo abusa, no es de la misma tierra que habita. El autor, a través del narrador, se acerca y se distancia del margen.
No obstante, éste es en realidad el mismo complejo de ser indígena que vemos, en un relato intercalado, en que el escritor Salvador Reyes invita al personaje de Jünger en Europa a tomar once chilena, “para que Jünger no se fuera a hacer una idea de que aquí todavía andábamos con plumas” (39). Esta frase tan común en el habla chilena, subsiste como una coquetería para con el interpelado ya que el efecto deseado es el opuesto:

En este intercambio está encapsulada toda la inseguridad nacional, así como la visión más reaccionaria de la literatura chilena, aquella que busca un diálogo directo entre “lo nuestro” y los clásicos universales, negando toda asociación con Latinoamérica, las culturas indígenas y la condición subalterna de nuestros países. (López-Vicuña 210)

López Vicuña profundiza la crítica implícita de Bolaño al mencionar esta visión reaccionaria, recalcando que se trata de una barbarie cuya marca no podemos rehuir aun al intentar crear literatura. Sin embargo, en su ambición, Urrutia Lacroix historifica su proximidad a aquella literatura de proporciones míticas: “Ahí estaba Neruda y unos metros más atrás estaba yo y en medio de la noche, la luna, la estatua ecuestre, las plantas y las maderas de Chile, la oscura dignidad de la patria” (23). Esta oración supremamente lírica podría contener la totalidad del libro porque, al invocar a Neruda, identifica a la nación de manera certera y la construye con una imagen instantánea. El libro utiliza la historia de la literatura para significar, alternativamente, la historia del país y la historia de su gente. En este momento en la narrativa, el nombre de Neruda significa el pueblo chileno. La “estatua ecuestre” se refiere a los próceres, mientras que “las plantas y las maderas” representan los bosques en que las araucarias milenarias todavía existen. Bolaño menciona las araucarias dos veces en el libro, lo que es significativo ya que no menciona otra vegetación típica de Chile. Finalmente, “la oscura dignidad de la patria” es una frase que puede señalar por un lado a las facciones oscuras indígenas, y por otro a las acciones secretas del estado en contra de sus ciudadanos (no solamente durante la dictadura), que se llevan a cabo en la oscuridad. Un tercer significado metafórico relaciona el concepto de “la patria” con la oscuridad de los bosques vírgenes, siendo el único lugar de dignidad que queda. El límite entre la provincia austral de Temuco y el resto del país, lugar defendido por el pueblo Mapuche hasta el siglo XX, simboliza el último lugar intocado por la influencia Europea. En estas breves menciones, del mismo modo que las inusitadas referencias raciales, encontramos los territorios marginales que nos recuerdan que el país es una nación mestiza y cruelmente dividida por criterios que escasamente tienen ya sentido.

La parte central del libro, aunque es impreciso un intento de dividir el texto continuo, contiene metanarrativas en las que Urrutia Lacroix no es el protagonista, pero que sin embargo hacen eco de los temas de la represión y la tortura, y de la representación del heroísmo y el patriotismo como nociones no sólo irrelevantes, sino teñidas de fervor fascista. Bolaño ocupa páginas enteras en una moraleja de fervor patriótico que nos deja no sólo perplejos, sino incómodos, y es un rasgo que utiliza también en La literatura nazi en América y en su última novela, 2666. De hecho, vale esbozar ciertas preguntas, retóricas: ¿Qué paralelos se trazan entre una dictadura y el fervor patriótico? ¿Acaso se puede distinguir el momento en que el patriotismo se vuelve nacionalista y fascista? Y tal vez: ¿En qué punto se separa el autor de la voz narrativa, y en cuáles se funden?

A menudo, la narrativa nos da claves o juegos que parecen simples, pero adquieren complejidad. Una de las claves en Nocturno de Chile es el uso de los nombres Oido y Odeim, que son odio y miedo escritos al revés. Dos individuos, Oido y Odeim, invenciones alegóricas, dirigen los pasos del narrador, contratándole para producir una crónica de viajes a Europa en que se investiga la exterminación de palomas para evitar que manchen las iglesias y las catedrales. Entre los métodos más notables está el uso de halcones amaestrados. La conciencia cumulativa del relato paulatinamente revela esta metáfora como la tortura de poblaciones a través de los años. El encargo de investigar la metodología de la destrucción de palomas es una fórmula de desprecio sumado al miedo, que resulta en odio homicida, y esto es lo que el cura descubre en la alegoría siniestra de la matanza de palomas. La interrogante que se presenta en la relación de Urrutia con Odeim y Oido, además de cuestionar qué representan, es qué grado de control ejercerán éstos sobre el cura. Para Karim Benmiloud, en su estudio sobre el papel de estos personajes en Nocturno de Chile, “Obviamente, ‘el Señor Odeim’ y ‘el Señor Oido’ también aparecen en la novela bajo el signo del doble. Si no son verdaderos dobles del personaje del narrador, son en cambio dobles el uno con respecto al otro . . .” (Benmiloud 231). Compara además el doble de González Lamarca, que como Farewell se convierte en crítico literario, al que engendra Urrutia Lacroix para convertirse él mismo en crítico bajo el pseudónimo H. Ibacache. En ambos casos, el propósito es constituir una identidad dentro de la misma persona como otra faceta de su ser, no como formas externas al personaje. Pero los personajes de los señores Oido y Odeim, con sus anagramas de odio y miedo, emergen como arquetipos de la nación, de la ciudadanía, del pueblo mismo, porque en la realidad, no se puede desenredar la participación de ciudadanos—como Urrutia Lacroix—en el régimen dictatorial. Benmiloud mantiene que estos dobles pueden tener otro referente—eso es, de la manera en que Odeim, con sus facciones mestizas, también puede convertirse en anagrama de “medio”, lo cual contrasta con la noción de margen y centro en que se posicionan los personajes en cuanto al poder del estado. Afirmo, no obstante, que es el odio de clase y de lo no blanco --lo subalterno-- que se revela en el lenguaje.
Los elementos alegóricos que Bolaño entreteje en el subconsciente alucinante del narrador funcionan en primer lugar, para crear realidades dentro de la novela que llegan a influir en la narrativa misma. En segundo lugar, la construcción de verosimilitud con personajes históricos- Farewell por el crítico Alone, Urrutia Lacroix por Ibáñez Langlois, Canales por Callejas- también se acompaña de otra capa de realidad dentro de la novela situando a personas con sus nombres reales, como los escritores Neruda, de Rokha[2], Enrique Lihn. Por otro lado, las figuras del dictador Pinochet y su junta aparecen como personajes inconsecuentes que, risiblemente, carecen de agencia en la novela y desaparecen. Los eventos históricos que forman parte de la narrativa en una revisión de la vida del narrador, no reflejan el tiempo real, sino ubican una realidad concreta dentro del hilo surrealista que constituye las memorias del narrador. Parte de la ironía del lenguaje de Bolaño se expresa en contra de sí mismo como escritor, al cuestionar el rol del escritor en la sociedad posmoderna en Hispanoamérica. En distintos cruces metafictivos, Bolaño anima el humor negro de las pretensiones literarias de su narrador con su comentario sobre la literatura como salvación para el país, cuando Farewell declama: “Así se hace la literatura en Chile, pero no sólo en Chile, también en Argentina y en México, En Guatemala y en Uruguay, y en España y en Francia y en Alemania, y en la verde Inglaterra y en la alegre Italia. Así se hace la literatura. O lo que nosotros, para no caer en el vertedero, llamamos literatura” (147).
Al repetir la frase “Así se hace la literatura en Chile” con varios matices de significado, el texto regresa a las aspiraciones de Urrutia Lacroix de ser parte de la literatura nacional, de pertenecer a la clase que rige la sociedad y la nación. Pero como hemos dicho, la violencia de la dictadura de Pinochet se presenta con más de una metáfora en la narrativa, y una de ellas es la literatura. La literatura es la legitimación que busca el dictador que añora ser culto, que hace alarde de haber escrito “libros” y de merecer por ende, mejor reputación de intelectual que Eduardo Frei y el propio Allende, cuya muerte causa. La representación de este personaje como cínico y canalla se viste del manto de la misma literatura que bien enorgullece a la historia de la nación, salvo que la voz narrativa ubica a los héroes literarios en terrenos ambiguos.
            El tono de la afirmación, Así se hace la literatura en Chile (énfasis mío), conlleva una referencia a la tortura impune de miles de personas por la dictadura de Pinochet. Decir que “así se hacen las cosas” no da lugar a discusión, es una afirmación perentoria, cortante, que también se asemeja al estilo chileno de “retar”, que los padres utilizan con los hijos, los jefes con sus subalternos, en otras palabras, los marginados. Es el tono de los dueños con los que no tienen acceso al poder ni recurso alguno. No se trata de una amenaza explícita que se grita, sino de un significado velado que se comunica en voz baja, y el cual refleja el estilo y la conocida sintaxis del dictador[3].

            Al mismo tiempo, con la afirmación en la página 147 se refuerza el eco de la tortura estatal llevada a cabo en los países nombrados anteriormente, lo que sugiere que no hay tregua en ninguna parte para los marginados. Por boca de Farewell oímos que no se cuestiona la voz que dicta aquel “así se hace”. Aquí, la referencia a la literatura continúa la metáfora de la oligarquía de la nación, la cual, aunque no se jacta de intelectual, posee completo poder sobre la definición de la última. Aunque los poetas que nacen en modestos pueblos (Pablo Neruda en Chillán, Pablo de Rokha en Licantén) son muchas veces los que se encuentran en la vanguardia, los críticos literarios como Farewell son quienes dictan quién pertenece y quién no. El cura Urrutia quiere pertenecer.

En esta literatura, entonces, es donde encontramos la justificación para la violencia. Tanto en las descripciones racistas de Urrutia Lacroix, el texto parece decir, apuntar y recalcar, como en las tertulias literarias convocadas encima de un sótano de tortura y asesinato, la tradición de genocidio contra la cara de la nación no blanca es parte de su constitución. En un momento de su delirio, el cura parece reconocer—pero sólo por un instante—que él mismo se ha beneficiado en su creación literaria gracias al lenguaje que contiene la marginalidad de lo subalterno como un sello de autoridad cuando se pregunta, “¿Qué me habían hecho esas pobres mujeres que aparecían en mis versos? ¿Acaso alguna me había engañado? ¿Qué me habían hecho esos pobres invertidos? Nada. Nada. Ni las mujeres ni los maricas. Y mucho menos, por Dios, los niños” (101). Es en esta confesión del cura Urrutia, su intento de expiar, que su conciencia divaga por la vida que ha llevado incluso dentro de su obra literaria. En este nivel se enfrenta con lo que significa escribir de acuerdo con lo que se espera de la literatura, sin que le importe la verdad, la humanidad, dejándose llevar por el miedo y el odio. Como sacerdote, a él no se le suponen relaciones con mujeres, pero en su obra las retrata como todos los escritores hombres, lo mismo con los niños, que tampoco conoce, y los homosexuales. Éstos ocupan el plano al extremo margen de la sociedad, cuya persecución estatal es histórica. Durante la violenta represión anti-comunista, por ejemplo, desde los 1930 a los años 1950 con el régimen de Ibáñez del Campo, González Videla y sus sucesores, se sabe de las redadas contra opositores y hombres sospechados de ser homosexuales, quienes serían ahogados en alta mar. El campo de concentración para homosexuales en el puerto nortino de Pisagua, se mantuvo hasta 1941, y fue más tarde utilizado como lugar de masacre por la dictadura de Pinochet (Bianque 2007).

La autoridad del lenguaje, propongo, que aquí se revela sutilmente como una paranoia de caer en el delirio, es la que se basa en la historia del país. La demarcación de territorios necesitó desde un principio la justificación para la toma de los mismos, la posesión y el control. Tales hazañas son parte de la historia y se repiten con ecos literarios. “El oficio de gobernar países es para cristianos capaces de matar”, dice el viejo mapuche Angol Mamalcahuello, en Actas del alto Bío-Bío; así la guerra contra los últimos terrenos mapuches (y en Argentina, pehuenches), ocupan un lugar que se marca no con fecha, sino como “la guerra del Indio”, y son estas figuras lingüísticas las que finalmente definen la literatura, una justificación histórica de marginación.

Bolaño no construye un narrador que en realidad hable por sí mismo sino que por una tradición de identidad oligárquica que existe y se define por la ausencia de lo subalterno, así como la heterosexualidad se define por la ausencia de la homosexualidad visible. Los marginados, “forman un grupo análogo  a lo que en la historiografía latinoamericana suele llamarse ‘la gente sin historia’, o en el discurso postcolonial, los grupos subalternos” (Palaversich 9). A mi parecer, la conciencia de lo subalterno en el lenguaje de Nocturno de Chile se hace aparente con constante cuestionamiento del poder, de lo normativo, que es “descolonizar” el lenguaje y la literatura.
El personaje de Urrutia Lacroix demuestra la ubicación de la oligarquía literaria en esta obra, al divagar sobre la construcción de la literatura en Chile. Mediante el personaje narrador, es posible que el autor haga hincapié sobre la cualidad arbitraria de tal entidad como “la literatura” en un país hispanoamericano; una creación artificial, arbitraria, que finalmente emerge como una entidad que es posible cuestionar. Bolaño ilustra la posibilidad al afirmar que la literatura se elige por las mismas figuras literarias elegidas- cuya definición depende de la aniquilación de sectores marginados- y por lo tanto se reflejan solamente a sí mismas. En Urrutia vemos a un personaje que se considera a sí mismo como víctima inocente de las circunstancias, incapaz de prevenir el horror de la dictadura que le rodea, pero descarnado en su relación con lo subalterno. A su vez, la figura de “el joven envejecido” es otra imagen que refleja al narrador, una imagen que amenaza suplantarle y este es el temor de Urrutia: si las figuras canónicas desaparecieran, ¿existiría lugar entonces para la literatura del margen? La paradoja existe en que la oligarquía que defiende no le incluye, y el margen que desprecia no le reconoce. De ambas maneras, la figura de Urrutia está borrándose a sí mismo.
No podemos mantener con precisión alguna la intención del escritor, no obstante habitamos en esta obra un momento de vanguardismo literario que funciona debido a la participación activa del lector. Tanto como la paradoja de la cultura que nace de legados conflictivos, en este siglo la inhabilidad del público de fijar una ideología en la literatura, y tampoco de fijar su propósito, nos deja sin nombrar legítimamente a un nuevo canon que rehúsa ser nombrado. Tal vez lo único que podemos saber es que, para parafrasear a Lao Tsu, la literatura que se puede definir, ya no es verdadera literatura.




Bibliografía
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[1] Las novelas Estrella distante, La literatura nazi en América y 2666 de Roberto Bolaño, se ubican con Nocturno de Chile en su tetralogía del mal (López Vicuña 201).
[2] Al nombrar a Carlos de Rokha, Bolaño se refiere al poeta Carlos Díaz Anabalón, hijo de Carlos Díaz Loyola, cuyo pseudónimo es Pablo de Rokha, ambos personajes históricos; pero vale recordar que el Pablo Neruda histórico nació Neftalí Reyes Basoalto, todo lo cual resulta en otro comentario de Bolaño sobre identidades, los dobles y su juego de intertextualidades verdaderas y falsas.
[3] Existen grabaciones y comentarios filmados en las que se oye el tono despectivo de sus discursos. “Cuando improvisa, Pinochet mantiene una dura pugna con la sintaxis y deja muchas frases inacabadas, pero lo que dice no tiene desperdicio para esbozar un psicograma del personaje”. Comas, José. Reportaje en El País.com. 16 de septiembre, 1988.

Thursday, June 13, 2013

Translation: Part II

Part II of "Silent Stone" by Marta Brunet
translation by M. Romo-Carmona



                  A week later, Bernabé arrived. He had already digested, but badly, the news given to him at the first-daughter. With a grunt he greeted the old woman who answered with a similar one. And then stayed mute. The man figuring that he wouldn’t speak of Esperanza if she didn’t ask him, the old woman bent on not asking a thing if he didn’t spontaneously give news.
                  It was Venancia who intervened.
                  “Is Mami better?”
                  “Better. More relieved--” and added no details.
                  “Does she get up yet?”
                  “No... and I don’t want no more questions. Get me a maté.”
                  The man sent through the ranch a slow, wary look. It all looked the way it did when Esperanza was healthy, a time so remote that he didn’t quite place it. When they had just married, about then. And there weren’t so many kids. Birthing and birthing. Poor Esperanza! ... And his Adam’s apple wavered in sudden emotion. What he needed was for her to die on top of it. She was so thin, so white, without strength when he said goodbye to her. The doctor told him to come back for her after a month. Well... that was life... and now the old woman was in the ranch. Why did el patrón butt into other people’s business? Why had he sent the old lady to the ranch? His ranch was his own. That’s all he needed... he took another look around, noticing everything. When he got to the sewing machine, without turning, he said slowly and straining:
                  “Looks like you brought yourself all your junk. What do you think, you’re always gonna live in the ranch?”
                  “While el patrón says nothing different...”
                  The man blurted something and kept looking. It was also true that he, alone with the pack of kids and with that Venancia who didn’t know how to do anything, so slow about everything, no point... he frowned now, at the candle the old lady was lighting.
                  “I don’t go for them luxuries--” choking even more on the words, because he was furious.
                  “I pay for them,” answered the old lady firmly.
                  A week later came a message from the hospital that Esperanza was in extremely grave condition. Both the messenger and Bernabé left, and days later the man returned as if his head had dropped between his shoulders, his arms dangling. Esperanza had died.
                  Life spun for a time around the one absent. There was talk of “the deceased,” the children had long confidences with the grandmother and even the man. Suffocated by the memories, he would say a few words upon which he emptied his sadness.
                  But in the grandmother, the re-weaving of what had been Esperanza’s existence in those years, gathered from the interminable stories of the children, turned into punches, scrubbing, washing, towards which she felt with a sort of cold fear, that anytime it was going to ignite the fire of her old anger, that was now hatred towards the man.
                  One of the boys said: “Over there, in the mountains under the oak with red flowers, papá buried the babies.”
                  Or, Venancia would say: “But he was forever on top of her and then it was the complaining because she’d get pregnant.”
                  And another of the children would add: “Sometimes she cried a lot and she screamed, remember?”
                  “And the time Venancia went and yelled at him, ‘leave her alone, leave her alone, can’t you see she’s dying?’”
                  “And the beating he gave her.”
                  “Who?” asked the grandmother.
                  “Venancia, for butting in.”
                  Eufrasia didn’t talk of leaving. Bernabé didn’t tell her to go. No news  came from the houses.
                  The winter began. Wind that came down from the Andes, sharp and whistling, cutting the leaves and mocking the bare branches on the trees. One couldn’t hear the insistent song of the cachañas and only some slow bird of prey crossed the sky in menacing flight. Birds which were of no account with Eufrasia, her slingshot and her prodigious aim that reached them, and then there was the shouting of the children looking for the dead bird through valley and mountain.
                  The clouds came from the north, black, gray, white; they blended, formed and dissipated monstrous shapes, they’d blow away. But sometimes they’d thicken until they formed just one cloud, low and gray and then the rain fell, persistent, interminable, despairing. It would clear up, barely a day or two, three at the most as a bonus, and the game of the wind would begin anew with the clouds, until another storm made the mountain and the lagoon disappear in the threads of rain, isolating the family in the confinement of the ranch, in slow, interminable hours, days, weeks, indistinct, growing heavily into stupor.
                  For the grandmother there was always activity, domestic tasks, sewing, knitting, teaching the children. The man would go to one of the shacks and with the ax in a constant gleaming flutter, would split wood for the hearth that must be kept constantly burning, keeping the cold from seeping deep into his bones with his movements.
                  But every chore became mechanical. It was done without pleasure. Without displeasure as well. It was done. The rest was the stubborn falling of the rain, the shouting of the wind, the booming fall of a tree up in the mountain, and waiting until the rain became less oppressive, until the pull of the south wind would drag away the clouds.
                  The worst storm began within the ranch one afternoon when the grandmother said:
                  “When you marry again...” looking at the man straight in the face.
                  Bernabé loosened his head, with difficulty of movement and thought.
                  “Marry again?”
                  “Sure. A widower is useless. You’re young still. A man with a ranch should have his own woman.”
                  “Hm!” he grumbled, stunned.
                  “You must have your eyes set on someone,” continued the grandmother, rolling a cigarette.
                  “The things you say... what notions”
                  But Eufrasia impudently put her cards on the table. “As for the kids, don’t trouble yourself. I’ll take them all to the houses, Venancia, too. You’ll be free just as if you were single.”
                  The man finished sipping the mate slowly, and handed it to Venancia who waited, immobile, standing by.
                  “The kids are mine and no one takes them from the ranch. That’s all I need!”
                  “For you it would be an advantage--”
                  “I already told you the kids don’t leave the ranch. Got it?”
                  Eufrasia finished rolling the cigarette with calm, she grabbed the tongues and took an ember, giving birth to a sudden glow that illuminated her features of hard and cracked earth.
                  “And you think you’ll find a woman to bury herself in here, to take on six kids on top of it? What nonsense...”
                  Through the man’s chest, like something alive running in his blood, violence began to grow, trembling in his muscles, glowing through his numb, staring eyes, fixed upon the fire.
                  “And you’re not a man to go without a woman, what I think is strange is that you haven’t gone to find one. ‘Course you’re not gonna find another like Esperanza...”
He heard her without understanding the words, deafened now by the violence that beat within his brain. Suddenly, he did feel the need to do something, to shake the ranch until it crumbled, to grab the old woman and throw her head first into the lagoon... brusque and sudden, one of his hands extended and upset the mate that Venancia offered him.
                  “Will you shut up? Will you shut your mouth? Will you mind your own business?” Eufrasia turned her profile, supported her elbows on her knees, joined her hands letting them fall almost to the floor and remained mute and still, with the cigarette dangling from her mouth, stuck there and marking now and then a red dot of fire.
                  The man moved his head from side to side, mumbling curses, throwing furious looks around him. Venancia picked up the cup that rolled to a corner, the sipping straw from another spot. But how to pick up the mate herb strewn around? She turned to the grandmother who didn’t look at her although she knew she was desperately consulting her; with the cup in one hand, the sipper in another, she timidly turned to the father and asked him finally:
                  “Should I brew you another maté?”
                  “No. And no one drinks anymore maté tonight. Everybody to bed.”
                  The five kids, peeling potatoes in the corridor, raised their head an instant and looked through the door, where night already tarred the room in darkness and the fire licked in long and smoky flames. One elbowed the other and whispered:
                  “He’s fit to be tied!”
                  “Shut up...”
                  “It’s a good thing that abuela...”
                  “Shut up...”
                  The man shouted as if violence again pumped him full of its corrosive venom, “To bed I said. Didn’t you hear?”
                  The kids brought in the basin with the peeled potatoes, the bucket with the potatoes not yet peeled; piled up the rinds, put away the knives. The grandmother yelled without annoyance, surprising them. “You know very well you’re supposed to wash the knives. Stubborn...”
                  The five pairs of eyes, expectant and tender, turned to look at her. They smiled, took out the knives, they washed them and put them away again.
                  “To bed!” insisted the man, obsessed with his idea-- “Why do you take so long!”
                  They came in on the sly, bumping into each other, then disappeared through the door that opened onto the room with the small cots and in a corner, the wider one where the grandmother slept with Venancia. The man stood up and went to the front door that reverberated in the whole ranch. He turned, looked at the old woman, still immobile, and said, stumbling upon his words.
                  “I already got my way once, and married Esperanza. Don’t think that you’ll get yours and take the kids. The kids stay in the ranch... the extra one in the ranch is you... now you know it--” and he turned to the door of his bedroom where the french bed and headboard stood pompously, wedding gift from la patrona, the pride of the ranch.
                  The old woman didn’t answer or make a move. She gnawed her resentment. He’d won once! Well, they would see who won now... but at the same time that he swallowed those bitter scrapes, she was alert to the noises emanating from the bedroom. When silence fell, justifying only the crackling within the hearth and the insistent whistling of the wind outside, Eufrasia rose slowly, brewed the yerba maté, took out bread and began to come and go with the precision of a nocturnal critter, serving the children, silent, enchanted with the adventure.
Maté gourd and sipping silver straw
                  The violence didn’t leave the man’s chest. It was always there, persistent. At times, in the midst of work, in that fluttering of the ax above his head, he felt it so alive that, disconcerted, with that late understanding that was his, he’d put down the tool and stand there, staring at his hands, because within them as within his chest he felt something crawling that drove him to make a fist and to hit, to smash.
                  He barely spoke with his family. He hated the boss. Hated the old lady, hated the children, hated Esperanza, so feeble, not enough of a woman, incapable of bearing children... and who died, leaving him alone with the kids and the old woman... That was the main thing, for that he was a man, to settle and have children. She went and died... and the old woman who wanted to take his kids, why, if they were his? Busybody... the kids were his, for him to do with them as he pleased. All of them. The kids and Venancia. To beat them if he wanted. To leave them without supper. She’d learn, the damned hag...
                  He fell into the habit of beating the children. Over anything. Over nothing. Horrible beatings. With his huge hands like hammers. At first the old woman didn’t wish to interfere. When she did, the man looked at her in a rage and yelled at her:
                  “Remember when you used to hit Esperanza...”
                  “I probably should have killed her then. She wouldn’t have lived the dog’s life you put her through, you animal...”
                  The man approached her, menacing, but the woman straightened and looked back with her eyes so full of hateful flames, the mouth so hard, her being writhing with utter indignation, that the man could not finish his gesture.
                  “Just try to lay a hand on me and see what happens...”
                  He didn’t know what could happen to him, capable of annihilating her with no other tool than his powerful hands. He didn’t know what the old woman could do to harm him. But the thing is that he suddenly lowered his head, he turned, his arms hanging at his sides, and he left the ranch.
                  She had won this time. Owing to what grace, Eufrasia didn’t know. But what about other times? Outside, the rain continued at longer and closer intervals. The wind was always the same, hard and sharp. It seemed to lull at times, to swoon in an unexpected warmth, in a sort of reprieve with thin clouds.
                  One morning, the sky woke up clean and the sun glittered in crackling crystals, in sudden iridescence all the ice that the cold formed in complicity with the night.
                  The children ran frantically over the slippery white surface. Venancia stretched out like a cat, letting the sun run over her face. Eufrasia bustled around quickly and in silence.
                  Bernabé was distant, checking the dock. The bridge extended over the drop and united the two sides of the mountain over the uproar of the waters, the fences of tall stakes, tree trunks fractured and interred one next to the other, in interminable lines marking out the pastures.
                  The man came back at mid-afternoon, cranky, and unusually communicative.
                  “There are only a few pilings left of the dock.. It’s all got to be done again. At least the fences and the bridge didn’t fare too bad. There’s enough work at the dock for a while.”
                  One of the kids said, “Can you take me to the mountain tomorrow to help you, Papi?”
                  “And us, too, please...?” said the rest all at once and with great excitement.
                  Eufrasia, sitting in her habitual spot by the fire, silently and with her profile turned, tightened her lips expressing her disapproval.
                  “Me, too, Papi,” added Venancia coming closer to the man, wheedling, smiling because the dimples were always there, in her cheeks, smiling although a smile didn’t shape her mouth and her small eyes shining, lost in the black shadow of the long, arching lashes, just like her mother.
                  “Esperanza,” mumbled the man, and he stared with his mouth open and his Adam’s apple wavering. “Esperanza... my God, it’s scary how she looks just like her...” he added, as though talking to himself.
                  The old woman, still sitting sideways, spied him out of the corner of her eye. The kids and Venancia shouted in a chorus: “He’ll take us, he’ll take us...”
                  The man seemed to follow something that occurred within. He looked at his hands, where the violence bugged him. He made fists. Suddenly he threw himself over the kids, chasing them with blows that fell indiscriminately over any of them. Over Venancia. The girl began to bleed through the nose, crying in shouts, and she didn’t manage to escape like the others.
                  “God help us!” said the grandmother and rose to help her.
                  But the man had frozen again staring at his hands and, just as suddenly, he felt that something melted in his chest in a warm avalanche, as if he cried inside. Exactly: a warm tide. And he approached Venancia, almost at the same time as the grandmother.
                  “You beast... leave her alone... one day you’ll end up incriminating yourself with one of your children...”
                  The man shook, because the violence returned and ran through his muscles, nestling there, next to his throat, and bubbling in his hands. He yelled.
                  “That’s why she’s my daughter... to do whatever I want with her... with her, with the kids and with you, too...” This time he managed to hit her once, but no more, because the old woman, prodigiously agile, thinking faster than he, avoided him and left the ranch.
                  She went to huddle next to the oven, hard, her head sideways, outward profile, her cheeks burning where she received the blow. But her rage burned hotter inside. The stakes, the mops, the logs piled up, they were no longer a weight. What was Venancia doing inside the house? Was he hitting her, that animal? No, because she couldn’t hear screams and she could separate noises, classify them, a necessary labor of her job at the mill; she could tell from the rumble if it was working well, if it wasn’t running well, and where the problem was. The kids were far away, playing in the field, forgetting the blows. The girl had a bloody nose, but, what was she doing there, bleeding? The girl, didn’t she look so much like Esperanza! Well. But, why didn’t she go and find her? What to do? She decided suddenly. She returned to the house.
                  The girl was rubbing her nose with a rag. Bernabé had dropped on a chair, undone, and his Adam’s apple was wavering more now. He didn’t seem to be aware of Eufrasia’s presence.
                 
                  Straight ahead if possible. If not, through rough terrain, crawling. Once she had lost, yes, but this time she would win. Straight ahead would mean going to the houses and telling the boss what went on at the ranch. And letting him intervene, take the kids away from the man and give them to her. She needed no other rooms, the two by the back courtyard were big enough and they could all be accommodated perfectly. It was the only hope.
                  Time was slowly settling into the thaw, the waters also receded and in two more weeks it would be possible to traverse to the first-daughter land parcel. Of course, the man wouldn’t go with her, and that was a bad road. Although beasts know better than anyone how to find the way. She would go. It was best.
                  But it was dangerous to leave the kids alone. If she could sneak out with Venancia! Impossible. Venancia, so slow, backward, now she beheld her father with panicked terror after he hit her... and if she left alone and something happened in the ranch? But, what was going to happen, what? Nothing... And, she would shrug her shoulders.
                  Something fearful, dark, and pulsating immobilized her there. She didn’t know what. Fear of something undefined. Irrational fear.
                  At the next row, another afternoon, when Bernabé beat everybody up, including herself, without apparent motive other than to satisfy that itching in his hands and sometimes, almost the aching in his loins, Eufrasia yelled as she ran off:
                  “You’ll work things out soon enough with the boss--” and she froze when she heard him answer, biting and choking on the words, his hands hanging and the eyes lost in the flesh of the lids.
                  “El patrón... when he sees me... I’ll take the kids and leave. El patrón... big deal, the boss. Let him mind his own business, el patrón!”


                  It had become a habit with Eufrasia, now that the weather was clear, to go sit under the lean-to by the oven. She’d bring a bench, the sewing or knitting, and there she’d live out the hours, alone, waiting for the man and the children, because it had also become a habit with him to take them to work at dawn. Which filled the kids with mirth, forgetting the blows and the curses while going by the lagoon to cross over to the mountain boundaries, or waiting for the salmon to bite, or helping the father choose the trees to be felled and chopped to make more fences, or the other marvelous adventure that consisted of crossing-- testing their equilibrium, the bridge that lay over the chasm, a primitive and dangerous setup.
                  They returned hungry and tired. Eufrasia had dinner ready, Venancia served it awkwardly, the man ordered everybody to bed soon afterwards, and the kids were so tired, so absolutely spent with the walking, the air and the sun, stuffed with dinner, that they fell like stones to the bottom of their sleep, without a chance for the grandmother to obtain the least bit of information about what they’d done during the day.
                  Again, the man had won... and there she was. The perfect fool, working the whole day so that “his lordship” would find the golden bread, the savory chowder, the roasted potatoes and the water boiling to brew the mate. And clean clothes and the ranch spic and span... fool.
                  She began to wander around. She made careful trips along the trail until she reached the bridge over the drop. She was hidden in the maze of trees, of the bushes and vines, appearing suddenly in front of the ranch, looking for straight paths between the bridge and her usual spot under the lean-to by the oven. She vented her bad humor on the birds, even the smallest ones always found by the pebbles of her slingshot. Wanderings without witnesses, because she always made sure that the echo carried no traces of the others, faraway in the mountains.
                  They returned from the woods. That morning the man had laid out the net and the kids waited impatiently to see the catch. Venancia had made herself a crown of little leaves and she walked ahead. She crossed the bridge first, as if her bare feet adhered to the gnarled log, firm and secure. A boy passed, whistling, giving no importance to the chasm below, deep and green, alive. The rest of the kids came with the man who carried the ax. It looked like he was going to cross first, but he let the kids by, who crossed and caught up with the others and went running to the boat ramp to see the net. The man set foot on the bridge. Like the kids he seemed adhered to the bark of the tree. But in the middle, suddenly, he hesitated, hurt by the stone on the forehead, hesitated, wavered and disappeared into the walls of the precipice, submerged in the humid uproar.
                  The children waited for him at the boat ramp.
                  “Must have gone straight to the ranch--” one said.
                  “Do we pick up the net?” proposed another.
                  “Let’s just do it,” said Venancia. “And if he gets mad, let him.”
                  They struggled a while. Pulled out the fish. They stuck them through long branches from the water making skewers. And they started off towards the ranch with their load.
                  The grandmother awaited them quietly under the lean-to by the oven, with her hands crossed over her sewing.
                  “Look, abuela: trouts and a small salmon.”
                  “And, Papi?” asked one of the kids.
                  “He hasn’t gotten over here--” said the grandmother and turned her profile.
                  “Bah! He must have forgotten something and gone back to the mountain.”
                  “Why don’t you go after him? It’s pretty late and he must be hungry.”
                  They came back a while later. The father wasn’t there. What should they do? Should they go look for him on the other side of the bridge?
                  “No,” said the grandmother. “It’s night already. Go inside and eat. He’ll be coming.”
                  They ate and this time it was the grandmother who immediately gave the order to go to bed. They were dropping from exhaustion. Dropping from exhaustion in the midst of their sleep.
                  The grandmother remained a long time in her other usual place, the one of the long winter nights, near the hearth, her head turned onto her shoulder, a marten in watch, her profile steady in the twilight, in her hand the cigarette, rolled slowly, slowly ignited and glowing, from time to time in a red dot. Then she turned towards the door of the man’s room.
                  “Now I won... and forever... hm!” she said it, she thought she said it, but with her mouth closed, as though barred by the lower lip, she didn’t move a muscle, nor did she utter a sound.
She rose then, to close the front door. But she didn’t close it, she left it open. Open, because for the others, the man could still come back.
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